Laila Idriss vivía todo esto bastante ajena desde su habitación de hospital, una burbuja dentro de otra. Quizá por venir de tierras remotas, ella no había perdido el habla. Aunque, como todos, aprendió el nuevo lenguaje hecho de miradas, gestos e intuición.
Sentía piedad, pero al mismo tiempo una cierta distancia, llevaba demasiado tiempo encerrada en la unidad de quemados del hospital, sin poder salir ni al pasillo. Durante meses no pudo caminar. Los médicos trataban de recomponerle el cuerpo a base de complicados injertos de piel. Sufrió periódicas operaciones para limpiarle las llagas infectadas. Y recordaba el tremendo dolor de su cuerpo la noche de su boda. Fueron el día y la noche más felices de su vida hasta que aquella vela prendió en el vuelo de su melfa.
Estaban hablando de los regalos y anécdotas de los invitados llegados desde lejos. Gesticulaban entre risas; en ese momento, Laila hizo un movimiento brusco y volcó una de las muchas velas con las que sus amigas habían engalanado el suelo de la estancia. Ese cabo de vela prendió en los faldones sedosos de su melfa.
Laila contó que toda ella comenzó a arder como una peonza de fuego y que sus amigas quedaron paralizadas de terror, sin poder reaccionar mientras ella seguía ardiendo.
Todo lo iba rememorando con frialdad cronológica. Yo la escuchaba en silencio pues ya casi no podía hablar. Hacía lo que me pedía: rascarle con suavidad por encima de los vendajes, quitarle un pelo que le rozaba la piel en carne viva, ya que tampoco podía mover las manos llagadas. Y sobre todo la escuchaba.
Laila iba desgranado los momentos más duros: los primeros inútiles intentos de cura en el campamento con hierbas y orina, las limpiezas de la piel sin anestesia ni asepsia alguna, las tiras de piel negra que se le desprendían quemadas, cómo la familia de acogida consiguió visado y pasaporte, el doloroso traslado en avión, la nostalgia de la familia, los videos que su madre le enviaba desde el campamento para animarla…
A pesar de la protección y los cuidados del hospital, Laila sabía que también ella pertenecía al mundo de los olvidados. Su vida era un campamento de refugiados
de la provincia de Tinduf y sabía que su patria no era reconocida por ningún país. Solo Argelia les concedió un rincón en el desierto donde asentarse y el pasaporte con el que había llegado a España. Laila creía en Alá que le enseñaba solidaridad. por eso estaba con los pobres.
Y sentía mucha nostalgia, acostumbrada al arropo familiar de la vida en el campamento tan lleno de presencias de mujeres, llevaba mal la soledad. Abuelas, vecinas, tías, adolescentes y niñas bailando; hermanas y amigas riendo en la cocina. Mundo femenino, sonoro e intenso que Laila echaba de menos. Su mundo.
Ahora miraba por la ventana de la habitación los cambios del mundo exterior. Los jueves por la mañana ya no venían los vendedores del mercadillo. El trasiego había desaparecido; tampoco le llegaba el vocerío de las gitanas ofreciendo gangas. Ni se daba la confusión de los embotellamientos cuando se recogía el mercado y los vendedores cargaban sus mercancías en las furgonetas. No se oía el bullicio de escolares a la entrada o a la salida, ni de comerciales, ni de distribuidores… Los humanos, replegados sobre sí mismos, habían perdido toda capacidad de socialización.
Elvira e Irene, madre y tía de acogida de Laila, se habían ocupado de las complicadas gestiones para facilitar su traslado hasta el hospital donde la conocí. Era conmovedora la delicadeza con que la cuidaban, el mimo amoroso para darle la cena, a bocaditos de pajarillo. Por esas fechas las dos hermanas habían comenzado también con los síntomas. Primero fue una leve afonía, una torpe carraspera. Luego la voz se les fue transformando como si fueran adolescentes, desabrida, de modulaciones incontroladas que alternaban gorjeos con tragicómicos gruñidos. Hasta convertirse en un susurro que fue apagándose lentamente. Pero no se dejaron abatir por el silencio y siguieron acompañando a Laila. Organizaron una red de mujeres voluntariosas que se turnaban para que estuviera sola lo menos posible. Así es como me enteré de su historia y empecé a pasar las tardes de los lunes con ella.
Laila mejoraba, dejó de tener fiebre, las heridas poco a poco iban secándose, los antibióticos comenzaron a hacer efecto y el resto lo hizo su voluntad de resistir. Daba pasos inseguros que se convertirían en pequeños paseos por la habitación. Ayudada por Elvira, empezaba a rehabilitar las piernas.
—Uno, dos, pierna derecha, delante, detrás, uno, dos. La izquierda, uno, dos, delante, detrás.
Laila era obediente y disciplinada.
—Mamá, ¿cuándo podré ir sola al baño?
—Pronto, Laila, pronto, balbuceaba Elvira con gesto sonriente.
Laila no entendía los motivos de nuestra reclusión. —En realidad, sois libres para salir ¿no?
—Yo estoy bien con los míos y tú eres mi familia, gesticulaba Elvira.
—Y tú, ¿no echas nada de menos?
—Sí, el mar y la luz del agua. Ya casi no puedo hablar, pero miro y escucho. Laila sonreía.
Su primo había venido desde Barcelona a cuidarla el fin de semana. Ese lunes estábamos merendando unos pastelillos que Elvira había traído de una tienda siria de la ciudad. Laila comentaba cosas intrascendentes mientras la escuchábamos en silencio. De repente, su cara se ensombreció y explotó como un río:
—Cuando salga del hospital me pondré mis vaqueros desteñidos, mis botas brillantes, mis gafas de sol nuevas, luego iré al aeropuerto y subiré al avión. Y cuando llegue a casa, me pondré mi melfa y mi chamir y abrazaré a mi madre durante un año entero.
Dijo la última frase de corrido, porque intuía que el llanto le subía por la garganta. No lloró mucho, pero sus largas y curvas pestañas estaban húmedas. Después del estallido, volvió a sonreír tímidamente. Cuando llegué a casa por la noche, le envié por what’s ap la canción Resistiré, una inyección de optimismo.
Un día por señas le pregunté si el silencio también había llegado a los campamentos y me dijo que, en las ciudades, sí, pero en los entornos aislados las mujeres continuaban ululando con la lengua para celebrar eventos familiares.
—Somos un pueblo ruidoso y nos gusta la música y la fiesta. Cuando vuelva, quizá el silencio también haya llegado allí, quizá yo también me contagie, pero volveré porque con voz o sin ella, es mi casa.
Me maravillaba lo bien que hablaba y no solo me refiero a su dominio del castellano, sino a su peculiar sabiduría, impropia de una joven de 20 años. Antes de conocerla, me habían hablado de ella como de una muchacha joven y frágil, que se quejaba constantemente, necesitada de mucha atención. Comprendí que la experiencia que había vivido le había hecho sacar toda la resiliencia de su pueblo. No sabía exactamente si ya era madura antes o si los meses pasados sola en la habitación de hospital de un país que no era el suyo habían transformado a una niña que reía de todo en una mujer fuerte, pero que había perdido una parte de su sonrisa.
Le pregunté de dónde sacaba la fuerza.
—Yo hablo mucho con mi dios—contestó—y mi familia también es muy importante. Deseo poder regresar y cuidar de mis padres todo el resto de su vida y de la mía.
Elvira había llegado a los campamentos de refugiados por primera vez hacía diez años. Desde entonces pasaba todos los inviernos con ellos y Laila venía a su casa en verano. Así que Laila también tenía una familia española.
Entre ellas había una verdadera relación materno filial hecha de confianza y respeto. Laila llamaba a Elvira mamá y a Irene, tía con toda la naturalidad del mundo. Y los hijos de Elvira eran también sus hermanos. Laila era capaz de tener dos familias, dos amores, y de comprender dos culturas.
Laila reía de nuestros miedos y contradicciones.
—No hay quién os entienda. ¡¡Antes no queríais enmudecer y ahora teméis volver a hablar!!
—Shii, bero ejtoi mien shilenciio—balbuceé por videoconferencia—
Ese mes los médicos le dieron el alta. Elvira se la llevó a su casa. Allí acabaría la recuperación y vendría al hospital a los chequeos periódicos hasta el alta definitiva. Volvía a caminar con suavidad como si nunca hubiera estado inmovilizada siete meses en una cama de hospital. Parecía otra persona, su cara sonrosada y relajada sustituía la piel rojinegra, llena de parches con antibiótico, sudorosa que tenía en el hospital. Los médicos habían hecho un buen trabajo, largo y complicado.
Pronto regresaría a su tierra y la pesadilla habría acabado. Volvería a retomar su vida en el punto en que la dejó. Su familia, su apenas disfrutado marido la esperaban.
Aquella mañana, Laila calzó sus botas brillantes, se enfundó en sus vaqueros desteñidos y lucía unas grandes gafas de sol que le habíamos regalado. Se encaramó a la escalerilla del avión y a punto de entrar, se dio la vuelta y nos mandó un beso y una sonrisa. En la mano llevaba unas cuartillas que hablaban como en una lámina japonesa de pájaros y de silencio.